En medio de complejas circunstancias provocadas por un bloqueo político y económico impuesto por EE. UU., Venezuela se yergue con la Alianza Científico-Campesina para proteger su riqueza agrodiversa y garantizar la alimentación en el territorio. Hoy, Venezuela es soberana en semillas de papa, yuca y batata; rubros que se ubican entre los diez sustentos más apreciados en este país suramericano. He aquí el relato de un grupo de carmelitas de pies descalzos que tienen cuatro años de trabajo como semilleristas, desde una juntura por la vida que señala el camino de la esperanza
Nerliny Carucí
En el extremo norte de Bejuma, justo en el corazón de los valles altos del estado Carabobo, un grupo de monjas de la Orden Carmelitas Descalzas, del Monasterio Santa María Reina de los Ángeles, multiplica semillas soberanas rescatadas por el pueblo campesino, de la mano con la ciencia venezolana.
Ante el riesgo inminente de perder la riqueza de las semillas criollas, estas carmelitas de pies descalzos decidieron formar parte de la Alianza Científico-Campesina que vive Venezuela en tiempos de revolución. A través de una colaboración permanente con científicos venezolanos de centros de investigación públicos, estas mujeres rurales salvan semillas soberanas de maíz y de papa que estaban bajo amenaza por las presiones de la agroindustria.

María Luisa González, una «gocha» nacida en Rubio, estado Táchira, quien hace más de 20 años es una de las fieles carmelitas descalzas, habla de los primeros resultados: «Venezuela ha recuperado sus semillas de papa, batata y yuca». Dichos rubros se ubican entre los diez alimentos más consumidos por el pueblo venezolano. Ahora, esta nación suramericana se esmera por liberar las semillas campesinas de maíz, para asegurar el primer alimento de las familias. ¡Sí!… ¡Eso se vive en Venezuela!
La sonrisa eterna de María Luisa se expande, al narrar los aprendizajes: «Hemos logrado experiencia y conocimientos, en agricultura. Lo más importante: hemos rescatado las semillas del pueblo, y la semilla, siempre, es una esperanza. Sin semillas, no sirve de nada la tierra. ¡De qué vale la tierra, si no hay semillas! ¿¡De qué te sirve una tierra, de qué te sirve una maquinaria, si no hay un productor con semillas!?».
Con María Luisa, otras 25 monjas reproducen semillas soberanas, de manera artesanal y agroecológica. Ellas cultivan papa, maíz, caña de azúcar, pasto, rabo de ratón; crían ovejos, ganado vacuno y cachamas. Son mujeres rurales que producen, con devoción y conciencia, alimentos no solo para el sustento en el monasterio, sino para la gente de las comunidades circunvecinas.
La experiencia productiva de estas venezolanas destaca no solo por las características de su espiritualidad cristiana, sino por el influjo que ejercen como mujeres rurales. «Trabajar el campo significa un rol duro para la mujer», recuerda María Luisa, mientras medita sobre su jornada cotidiana. Tradicionalmente, las labores agrarias que realizan «las hermanitas de Chirgua» son una tarea para «machas», considerando el inclemente sol que brilla en los valles de Carabobo, y las condiciones agrestes de la localidad.

A media mañana, después de elevar sus oraciones matutinas, esta simpática parranda de mujeres religiosas —cubiertas, hasta los tobillos, con una túnica castaña y un caluroso manto color tierra; una especie de capa blanca, sostenida por alfileres al nivel del pecho; una capucha oscura; y un escapulario— bajan el camino al valle para cumplir su responsabilidad de siembra y cría de animales.
«¡Es una tarea muy dura, pero maravillosa! Yo soy religiosa y, a la vez, alimento a muchos, con el fruto del campo —la monja toca sus manos endurecidas por el roce con la tierra, como si las arropara de caricias—. Es una manera grande de llevar el pan a la mesa, de compartir con otros, y de hacer saber a los demás cómo, al lado de Dios y del pueblo campesino, las naciones no se mueren de hambre». María Luisa retrata una experiencia transformadora, reconectada con la identidad nacional; al mismo tiempo, visibiliza a un pueblo que escucha el aullar del hambre en los ojos de la guerra. ¡Difícil que no corran lágrimas!
Sobre las dificultades, María Luisa hace alusión a las profundas restricciones de la guerra imperial que azota al país. «A veces, nos cuesta adquirir los repuestos para el tractor; o para «la Nona», la vieja camioneta con la cual hacemos las labores del campo». Son angustias fabricadas por las medidas del bloqueo contra Venezuela, de las cuales no se escapan ni siquiera estas religiosas.

Sin embargo, ni las adversidades ni las agresiones detienen el vuelo de estas mujeres de la fe. En líneas generales, la historia de estas marianas guarda una extraordinaria fuerza espiritual. No se lamentan de nada. En tiempos de «vacas flacas», han aprendido a dar «lo mejor» de sí, por el bienestar de su país. La congregación trabaja bajo la siguiente convicción: «Hay que florecer donde Dios nos plante, aunque sea en la roca». Así está inscrito en una losa, en la entrada del convento. Es una frase que las levanta, especialmente en los días difíciles. «¡Cómanse todo! ¡Aquí no se deja nada en el plato! Siempre, debemos dar gracias por los alimentos», da ánimo María Luisa.
Entre los pobladores de Chirgua, se escucha decir que estas monjas parecen “la luz de una luciérnaga», en medio de la llovizna de la noche. A ese nivel es la influencia de estas mujeres en la gente. El pueblo las ve trabajar, y mejor aún: se nutre de los frutos que ellas cultivan. Ardiendo a una temperatura superior a los 30 grados, las 26 hermanas proveen pan para el alma y para el cuerpo. Para ellas, «multiplicar las semillas campesinas es una obra de amor, de ciencia y de fe», precisa Clara Castillo, una joven de 30 años de edad, con una energía ilimitada, quien llegó a la abadía arrastrada por el amor al prójimo. «Somos unas guerreras de fe».
El sagrado rescate de las simientes del pueblo
En la práctica, el Monasterio Santa María Reina de los Ángeles es un semillero de la ciencia nuestra, comprometido con la vida y la dignidad. Las hermanas crean conocimientos y aplican tecnología e innovación, más allá de la perspectiva clásica de la ciencia. Este sacro territorio edificado por las monjas de Chirgua abraza la cálida filosofía agustiniana de una luminosa Ciudad de Dios, donde la riqueza de la semilla soberana, dotada de vida, ayuda a quitarse problemas de encima.
Las marianas de Chirgua cumplen una labor que permite liberar semillas de bendición y felicidad para el pueblo de Venezuela, así como compartir saberes sobre métodos de innovación en el campo y los procesos de la agroecología.
El establecimiento monástico habitado por estas monjas se halla en la cima de un hermoso valle cuya vista destaca por un extenso verdor; onduladas colinas, de vívidos colores; y algunas construcciones pintorescas. Dentro del claustro, se respira silencio, tranquilidad, unción; afuera, en las siete hectáreas del jardín gestionado por las monjas, se vive alegría, comunión y el bullicio del trabajo campesino. En ambos casos, bailan la fe cristiana y los conocimientos, con un gran fervor.

Las carmelitas de Chirgua laboran desde la cosmovisión del conuco, como un espacio con un anclaje territorial para garantizar la alimentación comunitaria. La determinación de estas hermanas y su experiencia campesina ponen sobre la mesa los procesos de resistencia, insistencia y re-existencia de un pueblo condenado por la modernidad a no tener posibilidades de existencia plena. «El rescate de la semilla autóctona significa soberanía y reconocimiento de lo que podemos lograr juntos».
«Juntos/as», la palabra clave de la transformación buscada con la Alianza Científico-Campesina cuya ruta plantea descolonizar las formas y los procesos de producción de alimentos y conocimientos.
Una podría multiplicar las declaraciones escuchadas durante los últimos cuatro años, pero lo esencial se dice en el argumento provisto por una fuerte mujer, inventora de esta red, hoy ministra para Ciencia y Tecnología, Gabriela Jiménez-Ramírez: «La Alianza Científico-Campesina es una escuela en los territorios. Significa una oportunidad de imaginar y crear con el otro, con la otra, en relaciones de horizontalidad, para fortalecer las capacidades productivas del país y contribuir a la felicidad del pueblo».
Sin bata y con botas
Sin bata y con botas. Así anda el pueblo científico que acompaña, apoya y aporta a los trabajadores y a las trabajadoras rurales de Venezuela. Esa es la esencia de la Alianza Científico-Campesina. La red de esta coalición la tejen más de dos mil familias campesinas, en su mayoría compuestas por mujeres. Es un esfuerzo público vinculado a los movimientos guardianes de las semillas del pueblo, en el cual están involucrados: la Corporación para el Desarrollo Científico y Tecnológico (Codecyt); el Instituto de Estudios Avanzados (IDEA); el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC); la Red de Productores Integrales del Páramo (Proinpa); el Instituto de Biología Experimental, de la Universidad Central de Venezuela (UCV); las universidades nacionales experimentales de Los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora (Unellez), de los Llanos Centrales Rómulo Gallegos (Unerg) y Simón Rodríguez (Unesr); y el Fondo Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Fonacit).

Según la ministra Gabriela Jiménez-Ramírez, a diferencia de otros países que promueven la privatización de las semillas campesinas, Venezuela invierte millones de euros en investigación científica vinculada con el rescate, la conservación y la multiplicación de semillas soberanas, como un derecho humano fundamental.
«Las semillas son un patrimonio de vida que debemos proteger. Así lo hemos consagrado en nuestra Ley de Semillas. Las semillas son un elemento de riqueza, resistencia, arraigo, continuidad», dice la bióloga Gabriela. En su trabajo con comunidades rurales de los Andes, ha constatado cuán esencial es la semilla no solo en la alimentación del pueblo, sino también en la identidad nacional y en la organización colectiva.
Las razones por las cuales cada vez hay menos semillas soberanas, en los países del Sur, están asociadas con la agroindustria, la biopiratería y los derechos obtentores, arguye Gabriela. «Las grandes corporaciones privatizan los recursos fitogenéticos de los pueblos, como un mecanismo de dominación. Se apropian de la biodiversidad de nuestros territorios y de los conocimientos de los pueblos campesinos, indígenas, afro; y los patentan. Así obligan a los pueblos a pagar por las semillas».

Para enfrentarse a esta situación de saqueo y privatización de la vida, la Alianza Científico-Campesina de Venezuela preserva colecciones nacionales de germoplasmas, y les da un uso social. «No se trata de que las semillas soberanas estén en un centro de investigación, guardadas, sino de asociarlas a un uso colectivo», explica la bióloga Liliana Ríos, investigadora de la Codecyt. El rescate de las semillas ocurre en colectivo. «Nada hacemos con cuidar las semillas soberanas, si no las compartimos con el pueblo campesino. Ser guardianes de la semilla es un trabajo entre todos los actores. Cada actor aporta su ciencia. El objetivo es que el pueblo campesino se apropie de los conocimientos y los procedimientos para reproducir las semillas», aclara Ríos.
Pocos saben que, en Venezuela, se levanta una de las colecciones de semillas campesinas más nutridas del mundo. Se trata de un arca nacional de los principales rubros consumidos en el país, mantenidos in vitro, con vigor y juvenilidad. Estos clones permiten a las familias campesinas multiplicar las semillas soberanas, con un alto rendimiento. Las monjas de Chirgua son algunas de las mujeres rurales que han asumido el compromiso de cuidar estas simientes. «Este trabajo demuestra cómo la ciencia y la fe pueden caminar juntas para sembrar futuro, sin importar las diferencias. Nosotras aprendemos de ellos, y ellos aprenden de nosotras. Los científicos reconocen nuestra sabiduría», expone María Luisa.

La ética de la Alianza Científico-Campesina se basa en la inseparable relación entre conocimiento, práctica y cosmovisión. En este paisaje social, se responde a la necesidad de un diálogo de saberes, basado en el respeto y el reconocimiento mutuo, en contra de la visión dominante de la ciencia moderna eurocéntrica. El rescate de las semillas soberanas, en el país, es posible por los saberes y las prácticas de resguardo de la biodiversidad de las familias campesinas. En los territorios, las manos rurales hacen valoraciones y colectas de las semillas nacionales con mayor potencial. Una vez en los laboratorios científicos, las semillas elegidas se desinfectan, se guardan dentro de un frasco de vidrio hermético, en un ambiente artificial aséptico. Tras este proceso, se trabaja la clonación de los brotes; esto es: reproducir semillas genéticamente idénticas a la planta madre que les dio origen. Algunas de estas plantas madre son sometidas a procesos de mejoramiento que tratan desde el rendimiento hasta el desarrollo de resistencia a enfermedades y al estrés hídrico provocado por el cambio climático; incluso, la incorporación de un mayor contenido proteico en las raíces. Las semillas mejoradas son tipificadas, según los tipos de suelo y las condiciones ambientales de los territorios. Con la biotecnología, el pueblo científico puede redespachar, a los agricultores semilleristas, la simiente que se genera del material parental, sin ninguna enfermedad, para su respectiva multiplicación. El sistema de recuperación de semillas locales permite seleccionar, guardar, mejorar y compartir las simientes. El proceso comprende un intercambio de conocimientos y la venta de semillas, del centro de investigación al pueblo campesino, o entre campesino-semillerista y campesino-productor. “El precio de estas semillas es de tres a cuatro veces menor que el precio establecido en el mercado internacional”, subraya el campesino Gerardo «Lalo» Rivas, pionero de Proinpa. En algunos casos especiales, las semillas se entregan a través de un programa de donación.

El ingrediente, quizá, más sabroso de este proceso científico que empieza a sentirse en Venezuela es la disposición a entender la diversidad y a desarrollar la capacidad del diálogo social, aun cuando la ciencia sigue siendo una voz privilegiada que impone cursos de acción. En esta historia, la relación entre la fe y la ciencia tiene una manifestación significativa. No es cualquier fe la de estas monjas: mientras más importante, desde el punto de vista social, estas monjas consideran su acción, más se esfuerzan. Hay unas condiciones simbólicas y culturales que determinan la capacidad de estas mujeres para gestionar los conocimientos en el rescate de semillas. Su estilo de trabajo hace parte de unas tradiciones y unas formas de relación compuestas de rebeldía y sumisión. La labor de estas mujeres, me hace recordar una respuesta del maestro Enrique Dussel, expresada en Caracas, en 2016: «Se dice que «la religión es el opio de los pueblos», pero es la religión que sirve para oprimir. Hay religiones de liberación. El ateísmo no es de Marx —¡y yo conozco a Marx con microscopio!—. Debemos discernir que el secularismo también ha sido una forma de dominación de la modernidad. Por eso, es clave aprender a hacer una filosofía mucho más abierta para nuestros pueblos; no podemos liquidar la cultura ni la sabiduría de los pueblos». ¡Las palabras del Filósofo de la Liberación, también, incluyen espiritualidades no cristianas! La ética parece ser el punto medular. En la obra de las carmelitas descalzas de Chirgua, florece una sustitución progresiva del tradicionalismo católico, por el núcleo vital del cristianismo. Es una experiencia en cuyo recorrido se encuentran —si recuperamos a Dussel— «Cristo y Marx, con la misma ética: debemos dar de comer al hambriento».
Pueblos que no se rinden
Algunas personas oyen el relato de la hermana María Luisa, y se preguntan por qué unas religiosas “pactan” con el Estado venezolano. Por encima de las polémicas y controversias, el caso es que, para estas carmelitas, rescatar las semillas del pueblo es una misión espiritual al servicio de la vida. Es una labor «agotadora, paciente, pero muy hermosa y con un sagrado significado: asegurar alimentos al país».

La Alianza Científico-Campesina es una mixtura entre la ciencia de la academia y el conocimiento del campo. En esta juntura, «la vivencia de uno se complementa con la ciencia del otro. Esta unión permite a las fuerzas productivas desarrollarse mejor; es decir: crecer en abundancia, y alcanzar un mayor conocimiento para lograr mejores resultados», apunta la hermana María Luisa, con esa amplia sonrisa que transforma su semblante de mujer en el rostro de una niña. Los rendimientos de la papa, según las variedades evaluadas en una docena de estados del país (María Bonita y Sassy), oscilan entre 40 y 43 toneladas de semillas por hectárea.
El binomio campo-ciencia pone sobre la mesa «las capacidades de resistencia, innovación, solidaridad y alegría de un pueblo» golpeado por una guerra imperial y todas las medidas asfixiantes aplicadas por el Gobierno de EE. UU. Lo más llamativo de este tema es ver cómo se vinculan el ingenio de las comunidades con las capacidades de investigación de las universidades y centros científicos públicos para encarar una situación límite y vencer «esta guerra hambreadora» —así llaman algunos campesinos de Venezuela al bloqueo estadounidense— desde la dignidad, el retorno de prácticas ancestrales y la implementación de laboratorios de soberanía.

En el tercer trimestre de 2020, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) distinguió a Venezuela por su labor científica a favor de la producción local de alimentos. Este reconocimiento adquiere una gran significación por la valoración de la innovación como un hecho de gestión social.
En la actualidad, fruto de la Alianza Científico-Campesina, la semilla se ha convertido en un latido de futuro para Venezuela. La bendición de la hermana María Luisa González —expresada al presidente Nicolás Maduro, en el Encuentro con la Ciencia y la Innovación, realizado en Miraflores— así lo defiende: «¡Dios bendiga y acompañe a quienes confiamos en la esperanza de una nueva semilla!».

María Luisa asoma solo el principio de un espléndido trabajo de la ciencia venezolana que, tal vez, se merezca algo más que un artículo de divulgación científica. Para ella, ser semillerista es una experiencia bonita, de crecimiento humano y profesional: la semilla llega a otros campesinos. «Nos envían fotos con los buenos resultados, ¡y eso es satisfactorio! Lo nuestro es pequeño, pero ellos ya desarrollan en grande. Nosotras somos semilleristas, no las productoras finales. Nosotras cuidamos la semilla para que sea nuestra, sana, fuerte y rendidora».
La trascendencia de la bendición de María está sustentada en la sabiduría de un pueblo que ha convertido la necesidad en virtud: «Hemos hecho un camino de formación en la siembra y en la ganadería, por necesidad. Las crisis son un continuo y arriesgado aprendizaje para crecer. Quien no trabaja, siempre está criticando. Debemos sembrar, hoy, para mañana tener algo todos. Cuando menos lo esperas, recibes la cosecha de tu esfuerzo».